NOTAS SOBRE EL DIARIO ÍNTIMO
José Luis García Martín
 
   
Hay tantas formas de diarios íntimos como escritores de diarios; se trata del género más maleable, del que más se adapta a la personalidad de cada uno. En los peores casos, un diario íntimo no suele ser más que un borroso ejercicio de impudor; en los más logrados, el género literario que mejor consigue provocar en el lector una ilusión de vida. 

Carlos Castilla del Pino distingue entre lo íntimo, lo privado y lo público. El ámbito de lo público está abierto a todos, el de lo privado sólo a unos pocos escogidos; la intimidad se reserva forzosamente al propio sujeto: es su mundo interior, los sueños, sensaciones y fantasías a los que nadie sino él tiene acceso; los demás sólo pueden saber de esa intimidad por el relato del protagonista, un relato de imposible verificación. 

El diario íntimo que yo prefiero —como escritor y como lector— nunca es exclusivamente (ni siquiera principalmente) íntimo, según suelen serlo los de los adolescentes. Es un diario donde importa lo privado y lo público, un diario abierto al mundo, por el que cruzan personajes con nombres y apellidos... Un diario donde las referencias van más allá del ombligo del autor. 

"La literatura puede ser aburrida, la vida literaria casi nunca lo es", dije con escándalo de todos mis interlocutores. "¡Qué dices!", "¿Hay algo más insoportable que una presentación...?¿ O que una conferencia...?¿ O que un congreso de escritores...? ¿O que el diario de un poeta?" Estábamos en el hotel La Franca, rodeados de mar y oscuridad, a muchos quilómetros de cualquier lugar civilizado, tras una tediosa cena, un tedioso día, sin nada que hacer hasta la hora del sueño. Enrique Vila–Matas inició una lenta monserga: "Hay tres secretos en mi vida que explican toda mi literatura, tres secretos que nunca he contado a nadie y que no voy a contar a nadie, ni siquiera a vosotros por mucho que os empeñéis". Pero nadie se empeñaba, claro, aunque él insistía e insistía, haciendo el tedio más profundo: "Son tres secretos que siempre serán secretos, incluso después de mi muerte. Uno lo sabe una mujer, los otros dos sólo los sé yo; son secretos que causarían cierto escándalo". Ada Salas se sienta descalza en el brazo de un sofá, casi encima de Biel Mesquida, exactamente frente a mí, mostrándome generosa ciertas partes de su anatomía que suelen aparecer cubiertas. "¿Dónde anda Daniel Múgica?", pregunto yo. Múgica se ha pasado todos estos encuentros de Verines liando porros y piropeando a Ada Salas. "Se ha ido con unos amigos que tiene aquí a disfrutar de la noche golfa de Llanes", me dice Társila. "Pues no sabe lo que se pierde", añado yo. Társila mira entonces hacia los desnudos pies de Ada Salas y hacia otros penumbrosos rincones; luego sonríe cómplice, pero su sonrisa sólo dura un momento. Se ha dado cuenta de que a mi lado está Diego Jesús Jiménez, aparentando escuchar al cuentista de los tres secretos, pero escapándosele la mirada hacia otras partes. "¡Diego, Diego, ven un momento!", grita Társila y se apresura a apartarle de la tentación. Vila–Matas seguía incansable: "Son tres secretos verdaderamente significativos; sin ellos no se entiende del todo nada de lo que he escrito". Hasta el mar bostezaba detrás de los cristales. Jon Cortázar trataba de abrir un respiradero: "Bueno, vale, pero deja que Carlos Casares nos cuente alguna de sus historias". No había manera: "No, si yo no os voy a contar nada por mucho que os empeñéis. Ni a mis biográfos se los diré. Ahora bien, son tres grandes secretos que se pueden intuir si uno lee con atención todas mis obras". Cerca tenía unos libros. "Todavía es capaz de leernos esta noche Extraña forma de vida para ver si adivinamos sus secretos", pensé yo. Ada Salas, con cara de esfinge, apoyaba la cabeza en una de las rodillas. Neutralizado por su mujer Diego Jesús Jiménez, ausente Daniel Múgica, yo parecía ser el único destinatario del espectáculo. "¡Qué despilfarro!", me dije. Cuando me retiro a mi cuarto, pasada la una, Vila–Matas sigue con su cantilena, ya casi suplicante: "Tengo tres secretos, tres secretos tengo, y no os los voy a contar". A la mañana siguiente, le pregunto a Ada Salas: "¿Qué tal anoche? ¿Os acostásteis muy tarde?", "No mucho, a las cuatro", "¿Y os contó Vila–Matas sus secretos?", "A punto estuvo, a punto estuvo". Me encuentro luego a Daniel Múgica: "¿Qué tal la noche golfa de Llanes?", "¡De puta madre, tío, no me acuerdo de nada y tengo un dolor de cabeza de la hostia!" Antes de dormirme apunto en mi diario: "La vida literaria sólo no es aburrida cuando se convierte en literatura, pero esta noche no estoy de humor". Tuve una doble pesadilla: Enrique Vila–Matas me acorralaba en un rincón y me contaba los tres secretos que no quería contar a nadie; Ada Salas le ayudaba para que yo no pudiera escapar; luego fue el cuentista, ya liberado de sus secretos, el que me sujetaba. 

¿Tendría sentido un libro de viajes en que los nombres de los lugares visitados hubieran sido cuidadosamente borrados del texto o sustituidos por iniciales arbitrarias? 

Las iniciales sólo se justifican en un diario cuando cumplen una función estética: jugar con la complicidad del lector permitiéndole adivinar el nombre, por ejemplo, o convertir a la persona concreta a la que se alude en un arquetipo. En otro caso, no son más que tachones de la autocensura. O simples torpezas. 

En un diario íntimo, contra lo que pudiera parecer, conviene que el narrador hable poco de sí mismo: mejor dejar que le vayamos conociendo indirectamente, a través de lo que nos cuenta de los otros. 

Lo que Ortega aconsejaba al novelista (que no opinara demasiado sobre los personajes, que dejara al lector formarse su propia opinión), vale también para el autor de diarios. No decir que A es un intrigante, B mi mejor amigo, C un escritor no maleado por el mundillo literario: limitarse a dar los detalles exactos para que el lector lo deduzca de nuestro relato. 

El arte literario es el arte de la elipsis. Para ser un buen autor de diarios lo primero que hay que aprender es a callar. La misión del diarista no es contarlo todo (cosa, además de imposible, sumamente aburrida). 

Un diario se escribe siempre en dos tiempos: en el día a día de las anotaciones y en el momento en que se prepara para la publicación. Cuando un diario, debido a su carácter póstumo, es editado por una persona distinta del autor, deja de ser exclusivamente suyo, se convierte en una obra en colaboración. Seleccionar, cortar, ordenar es también crear. Incluso la censura —o autocensura— puede ser una eficaz forma de creación: la versión de 1974 del diario de Jaime Gil de Biedma (tan llenas de hábiles cortes para que no se notara el carácter homosexual de sus abundantes referencias eróticas) resulta muy superior, desde el punto de vista estético, a la más explícita edición póstuma.  

Retocar un diario no es atentar contra su verdad: la versión definitiva de una obra literaria no es menos verdadera que sus borradores. Pero no todas las correcciones son igualmente válidas: hay que corregir la anotación del día volviendo a situarse en el punto de vista de ese día concreto. Cuando el diarista maquilla el pasado desde su conocimiento del futuro (atenúa, por ejemplo, los elogios a un escritor antes amigo y ahora enemigo), nos da unas memorias disfrazadas de diario: comete una pequeña estafa intelectual que casi siempre va acompañada de un error estético. 

Fechar los textos no cumple la misma función en un diario que en un libro de poemas; en el segundo caso, salvo raras excepciones, se trata de un dato prescindible, al margen del texto, una curiosidad para eruditos. En los diarios la fecha de cada anotación forma parte de su sentido. Un diario sin fechas suele acabar convirtiéndose en algo distinto de un diario: un conjunto de reflexiones sobre asuntos muy diversos (es el caso de Cargar la suerte, de Martínez Sarrión), o la evocación de un pasado más o menos distante a partir de notas tomadas entonces (no otra cosa es el tan citado y admirado Cuaderno gris de Josep Pla). 

Al pasar por delante de un supermercado leo en el escaparate: Todo al día. Me parece que al frente de cualquier diario que verdaderamente lo sea debería figurar el mismo lema: todas las afirmaciones son válidas para el día de la fecha, pero pueden no serlo para el día siguiente o para el momento en que se publican. 

En un diario caben todas las contradicciones de la vida cotidiana: hay días en que no aguantamos a quien más queremos, hay amores eternos que no recordamos a la mañana siguiente. 

Aunque el diario aparenta ser el género literario más libre (y quizá lo sea), no quiere ello decir que no tenga sus propias exigencias. Un diarista sólo puede fantasear si sus fantasías aparecen señaladas como tales. Las libertades que ciertos periodistas se toman con la realidad no le están permitidas al diarista. Si a un soneto le añadimos diez versos y le quitamos la rima, quizá se convierta en un poema mejor, pero deja de ser un soneto. Francisco Umbral nos cuenta en uno de sus libros que, en los años sesenta, visitó en Londres a Luis Cernuda: afirmaciones notoriamente falsas convierten el diario en que aparezcan en un falso diario. 

El diarista no es un fingidor, pero puede ser un mentiroso, al contrario que el poeta o el novelista. 

Conviene al diarista no confundir verdad con espontaneidad: lo primero que a uno se le ocurre, casi siempre es una tontería; ser capaces de escribir la verdad con verdad requiere un aprendizaje que a veces lleva toda la vida. 

Para llevar la verdad al diario hacen falta muchos borradores. Y bastante talento. 

Los errores son involuntarios, y por ello disculpables; las mentiras, no. Un diarista mentiroso es como un fabricante de moneda falsa. 

El diario literario es literatura, pero no de ficción, aunque a veces incluya ficciones: viajes imaginarios, cuentos, esbozos de novelas... Pero deben darse como tales, sin pretender engañar al lector. En cambio, si el autor del diario nos cuenta sus sueños (algunos diaristas parecen gustar especialmente de ello), importa poco que sean sueños verdaderos o inventados, ya que no hay manera de diferenciar unos y otros (pertenecen al terreno de la intimidad, en el sentido que a este término le da Castilla del Pino). 

Hay una ética del diarista: puede contar hechos en los que un personaje conocido sale mal parado, pero sólo si ha sido testigo de lo que cuenta o lo conoce por testimonios fiables. Recoger rumores o calumnias anónimas desacredita a un diarista (no parece que ocurra lo mismo con ciertos columnistas o tertulianos radiofónicos). 

Un diario sólo anécdotico quizá resulte una obra superficial y sin demasiado interés, pero un diario por completo carente de anécdotas y de referencias personales deja de ser un diario. 

Un buen diario está lleno de indiscreciones ajenas. También lo están algunos no tan buenos, como los tres o cuatro que yo llevo publicados. Hace unos meses estaba yo sentado con unos amigos en un patio del hotel de la Reconquista; de pronto, se me acerca corriendo desde el otro extremo un señor bajito. "¡Chismoso, chismoso!", me grita. Yo miro con cara de circunstancias a aquel tipo al que no he visto nunca. "¿Quién será este loco?", pienso mientras él sigue dando saltitos y gritando "¡Chismoso, chismoso!". Por fin, uno de mis acompañantes me saca del apuro: "Conoces a Rafael Conte, ¿no?", "Bueno, he leído algunos de sus artículos..." El loco que no lo era me sigue increpando: "Eres un chismoso. Has contado una historia mía con Claudio Rodríguez en uno de tus diarios...", "Yo no he contado nada —le repliqué— me he limitado a citar un pasaje de Pretérito imperfecto, las memorias que publicabas por entregas en la revista El crítico; de haber algún chismoso, no soy precisamente yo". Por cierto que esa aventurilla etílica y diurética, protagonizada por el crítico y el poeta, que se glosa en Colección de días ha tenido mucho éxito. "Es lo más divertido que has escrito nunca", me dicen algunos amigos. Pues lo más divertido que he escrito nunca, no lo he escrito yo, sino Rafael Conte. Está visto que el mundo está lleno de humoristas involuntarios.  

Un diario íntimo no necesita ser escandaloso, pero sí un poco indiscreto. Los mejores diarios íntimos los han escrito, como compensación, educados ingleses que en su vida social apenas si se atrevían a hablar de otra cosa que del tiempo. 

Yo tengo fama de indiscreto, pero debo confesar, me temo que para desilusión de bastantes lectores, que muy inmerecida. "Sí, pero Brines —me dice un amigo— se enfadó contigo porque en una reseña de Los Cuadernos del Norte llegaste incluso a contar muy escandalosos detalles de su vida privada. Recuerdo que hablé entonces con Pepe Hierro y estaba indignadísimo: Pero ese tipo ¿qué es? ¿Policía?" Esa es una historia curiosa. Resulta que Francisco Brines publicó una antología titulada Poemas a D. K. Como uno de los poemas del libro estaba dedicado a Detlef Klugkist, yo me permití interpretar las misteriosas iniciales del título como correspondientes a dicho nombre. Pues sólo con hacer eso ya me inmiscuía descaradamente en su vida privada, podía causar no sé qué problemas en su matrimonio al susodicho personaje (de quien yo, en mi ingenuidad, ignoraba siquiera si existía o no, si era un señor o una señora). Todavía veo a Brines indignadísimo, gritándome en un rincón del Serrana: "Pues yo ahora voy a exigirte que tú en tus poemas no sólo digas los nombres, sino también las medidas". Atónito, sin entender nada, yo sólo acerté a murmurar: "Las medidas, ¿de qué?" 

Interesar con una vida repleta de aventuras, amores, lances extraños está al alcance de cualquiera, pero hace falta mucho arte para convertir la cotidianidad intranscendente en arte. 

Un diario sin unas gotas de mala intención es como el agua destilada: insípido e indigesto. 

Hay escritores menores, pero no hay géneros menores: un buen diario vale más que cien novelas mediocres, y al revés. 

Sólo hay un error estético todavía más imperdonable en un diarista que la inexactitud: la plúmbea minuciosidad. 

En una reciente reseña de Los cuadernos de Lanzarote, leo lo siguiente: "Parece que para afrontar el diario hay dos maneras principales, que fueran excluyentes. Una, como el que hace literatura (José Carlos Llop o Francisco Umbral), y otra con afán de notariedad, es decir, como un notario que vaya dando cuenta de lo que pasa en la vida de uno (García Martín o Trapiello). Esta segunda manera, ni que decir tiene, es la más aburrida. Es por la que opta Saramago, así que no vengan a estos diarios los lectores de sus novelas con ganas de lo mismo, porque no lo van a encontrar". Pues a los diarios de Andrés Trapiello, anónimo y despistado reseñista, sí pueden ir los lectores que busquen lo mismo que en sus novelas, sus artículos o sus poemas —admirable literatura—, seguros de que no saldrán defraudados. ¿Y a los míos? No sé. Puede que haciendo literatura no sea muy bueno, pero advierto de antemano que como notario soy peor. 

Un buen diario admite todos los ingredientes salvo uno: el aburrimiento (lo que más abunda precisamente en ciertos diarios que sólo tienen un valor fetichista o documental). 

"Detesto los diarios; es el género literario preferido por los chantajistas y los resentidos", me dice un amigo. "¿Por los chantajistas? Tú ves muchas películas; en cualquier caso, los diarios de los chantajistas son de los que no se publican nunca: perderían su eficacia. ¿Por los resentidos? Es posible. Pero también por los que aman la verdad del día a día, el espesor del tiempo no falseado por la memoria. 

Un buen diario se reconoce porque interesa sobre todo a quienes no conocen a ninguno de los mencionados en sus páginas. 

Los personajes y los personajillos que pululan por las páginas de un diario son los peores lectores de ese diario. 

"¿Sabes que es lo que más me ha dolido de tu diario? No esas cosas que dices que te digo del periódico en el que tú y yo colaboramos, y del que nos van a despedir a los dos como no las retoques, sino la anotación del 28 de octubre en la que das por concluida nuestra amistad. ¿Por qué escribes esas palabras? Sabes que no es cierto, estás mintiendo. En realidad nunca dejamos de ser amigos: hemos seguido hablando por teléfono, has hecho conmigo algo que no habías hecho con nadie, según me dices: pasarme las pruebas de tu diario, aunque tuviera que venir a Oviedo para conseguirlas. Por cierto que están llenas de erratas, y ni siquiera falta alguna falta de ortografía. Y echo de menos algo de literatura; cada día eres más telegráfico. Tú escribiste un artículo miserable y yo te lo dije. Te lo repetí hasta la saciedad, cierto: estaba dolido. Pero eso es todo. Luego tú ya no vuelves a referirte a mí en el diario, con lo que conviertes esas reflexiones sobre la amistad que se pudre en un contundente, cruel y falso epílogo a nuestra relación. Esas afirmaciones tuyas son ignominiosas, execrables, como vomitar sobre la tumba de un ser querido después de una noche de juerga. También hay mucha mala baba cuando te metes conmigo a propósito de un artículo sobre Julio Camba; ahí dices que mis artículos son tópicos pintados con purpurina. Y yo soy uno de los pocos que te han elogiado en un periódico de tirada nacional. Así me lo pagas. Eres un falsario. La conversación conmigo y con Iñaki en Salamanca que cuentas otro día nunca existió; hablamos de otras cosas. ¡Y vaya imagen que das de mí! Brutote, vanidoso, genialoide... Y no dices algo bastante más cierto, que soy un sentimental, por ejemplo, que haría cualquier cosa por un amigo... Tú, en cambio... No sé quién te leyó por teléfono la cita de Bonafoux que copias el último día. Pero yo la suscribo por completo". 

Hay muchos tipos de escritores y de lectores de diarios. Conviene generalizar con cautela. A mí me gustan los diarios que sin dejar de serlo son también literatura. No sé muy bien a qué tipos de lectores les gusta lo que yo escribo. A mis amigos, no. Siempre los esperan con recelo, casi siempre me reprochan que pierda el tiempo con ellos. No me extraña demasiado esa actitud. En los diarios pongo a mis amigos a prueba. Una dura prueba: siempre son los que salen peor parados de sus páginas. 

Oviedo, 19 diciembre 1997